lunes, 17 de enero de 2022

Convalecencia (66/365)

Hay partes de mí que me son perfectamente conocidas y ahora sé, por ejemplo, el instante en el que mi cuerpo me dice: voy a enfermar. 

La más reciente se presentó estando sentada con Raquel en el centro comercial. Acabábamos de tomar un Chai y una torta de chocolate riendo a carcajadas por nuestras historias del fin de semana y sobre todo, por la alegría de compartir juntas su último día de vacaciones. 

En medio de eso, una nube de tormenta empezó a cubrir el cielo rosado de Bogotá y de paso mi alegría. Algo que esperaba con ilusión (ilusa viene de ilusión) se desvaneció minuto a minuto ante mis ojos, nuestros ojos, los de Raquel y los míos. Cuando fue inevitable ver el reguero a nuestros pies intenté mirar hacia otro lado y desviar la conversación. Ella, que es más sabia y bondadosa que cualquiera, miro eso y luego me miró con esos ojos compasivos y pudo sostener en el aire, toda mi vergüenza, justo antes de que cayera sobre el desastre de mi contundente derrota. Una derrota minúscula, pero monumental para mi ego. 

Justo cuando sentí mis mejillas mojadas y el abrazo de Raquel, algo me susurró al oído: necesito ser cuidada ahora, necesito dejarme caer ahora. Entonces mi cuerpo puso en marcha los mecanismos que aun no consigo traducir y comprender para dejarme por varios días en cama, al cuidado de mi madre que a cada cosa que se me ocurre, responde con las afirmaciones de amor más dulces y generosas. 

Es el amor el que abre todas las puertas en mi vida para que yo pueda arriesgarme a sanar. Así, en esta convalecencia, el amor valiente es la única verdad. El de abrir la ventana de los abismos, el de sostener la vergüenza del fracaso, el de la paciencia de cuidar y nutrir el cuerpo y el alma de alguien que lo necesita.

Gracias precioso cuerpo por las lecciones, gracias a quienes me sostienen y aguantan mis mareas.

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