Compruebas con tu propio cuerpo si hay calor suficiente para hacer una comida que dé felicidad. Pareces inquieto, pero una vez tienes en fila los ingredientes te sosiegas y haces durar el instante.
Conversas como si estuvieras haciendo cualquier otra cosa, mientras tu cuerpo se comunica directamente con lo que tocas casi sin tocarlo y adquieres un ritmo diferente; tus pasos son precisos y ejecutas cada movimiento con delicadeza. Creas espacio a tu alrededor, un campo de claridad te protege y parece un lugar seguro para estar. Eres tú y yo te veo.
En tu mano gloriosa, lavando las lechugas y rebanando los tomates, está la devoción a todo lo que antes del tiempo consideramos divino. Tú ni te enteras de que algo místico te posee y revelas, entonces, la herencia de lo primordial: el cuidado, el amor.
Cuando los platos están sobre la mesa, tu corazón está sobre el mío y sobre tu herida está mi dulzura. Andamos con atención para no hacernos daño y compartimos la mesa como si estuviéramos conquistando un continente desconocido. Hay maravilla y misterio. Vamos sigilosos y cómplices siguiendo vestigios.
Algo dorado se derrama sobre la noche. Tu lengua y la mía reconocen la verdad en cada bocado; comer es mucho más que comer y cocinar es mucho más que ejecutar acciones ordenadas con fines prácticos. Hay música y hay placer y hay milagro. En las cosas más simples, la vida se ilumina. Eres tú (cocinando para los dos) y yo te veo; algo de la vida se ilumina.
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