jueves, 24 de marzo de 2022

Mi corazón de pueblo (132/365)

Suena de fondo el ruido de un tractor que está moviendo la tierra de casa, preparándola para ser sembrada de nuevo. Es un sonido familiar, un sonido como de mi infancia. He crecido entre la tierra y las plantas, en algo que se parece al campo pero no es del todo el campo. He crecido entre sembrados de maíz, entre la enredadera de las alverjas, las flores de la papa, las hojas oscuras de las habas. Reconozco las plantas aromáticas, la maleza, el alpiste, el diente de león, las hojas comestibles. Arrancar la hierba de la tierra mojada se cuenta entre mis sensaciones preferidas en el mundo entero. Una parte de mí quiere quedarse en este sonido para siempre, quiere despertarse y ver el rocío sobre las acelgas para siempre. Otra parte de mí quiere vivir entre cemento, quiere tener una vista de la ciudad al atardecer. Nací y crecí en un pueblo. Alguien me dice que soy y siempre seré pueblerina. Sí. Mi corazón pueblerino se alegra con el mimbre y las frutas apiladas en la plaza de mercado. Mi corazón pueblerino atesora el silencio que rompen los perros de la cuadra a la madrugada, las bicicletas montadas por gente vieja y sucia. Es una mezcla rara vivir en este pueblo, que hace mucho dejó de ser realmente un pueblo. Aprendo ahora a convivir con este remedo de ciudad, demasiado pequeña, demasiado estrecha, invadida por todo lo feo, por el mugre y el desorden, la contaminación de lo que se ve y de lo que se oye; llena de casas bonitas encerradas por cercas vivas, repleta de casa feas, de venta de cosas feas en cada portón: ropa de mal gusto, celulares y chucherías. Hay un par de calles adoquinadas, absurdas, como si fuera posible imitar lo antiguo, imitar la historia, imitar el pueblo que solo existe en corazones pueblerinos como el mío. 

Sé que pronto voy a mudarme de aquí y me llevaré el pueblo conmigo. Lo hago permanecer en mis mejillas rosadas, en mi caminar atento al pasto que crece en las juntas del cemento, en la sonrisa que me saca confundir a cualquier hombre canoso con mi padre montando su bicicleta.  Mi padre murió hace diez años y con él se fue también mi lazo con este lugar que ahora me resulta tan odioso, tan agresivo, tan poco encantador. 

El tractor está terminando su trabajo mientras mi tío, calzado con las viejas botas de caucho mugroso de mi abuelo, sostiene el viejo azadón que todos, por generaciones, hemos utilizado para cuidar de la tierra de casa. Mi corazón pueblerino se derrite de nostalgia. Me voy de aquí, muy pronto, pero me llevo mi corazón pueblerino a donde sea que vaya.

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