lunes, 20 de junio de 2022

los gatos y ellas (220/365)

Apenas se abre la puerta el gato blanco sale a saludar enroscándose entre las piernas y alzando su cola para alcanzar a rozar las rodillas de la invitada. Mientras tanto, el gato amarillo descansa cómodamente sobre las almohadas de la cama. Están exhaustos por haber pasado la madrugada correteando de la sala a la habitación, ondeando sus cuerpos entre las diferentes alturas de los mesones, irguiendo sus garras afiladas, uno, para provocar al otro. La dueña de la casa intenta dormir pero no consigue omitir el incesante rechinar de uñas sobre el piso laminado. Los dos pasan volando sobre ella para ir a parar detrás de la cama. De ahí regresan en un juego circular al comedor y a la sala y de nuevo a la habitación. Por eso, mientras las dos mujeres conversan en el sofá los gatos duermen y dejan resbalar sus cabezas sobre superficies abullonadas y tibias. Ellas los miran y ellos se dejan mirar. Ellas hablan y luego les hablan a ellos, a media lengua, como si fueran bebés. Entonces ellos se estiran y se desperezan y vienen a posarse sobre la manta que las protege del frío de un domingo lluvioso. Al fin espabilan los felinos y empiezan a buscarse de nuevo, a provocarse, a seducirse. Son buenos amigos y confían uno en el otro. Por eso se resoplan uno en la nariz del otro y se aruñan sin tregua. Si, a veces se lastiman pero no son heridas que duelen, son heridas de amistad, de la emoción de reconocer lo semejante. Por eso juegan de noche, porque esa es la hora en que se emparejan verdaderamente y en secreto de los diferentes: la dueña de la casa y su hijo adolescente. A ellos les corresponde el día y verlos dormir y hablar a media lengua. Pero solo entre los amigos gatunos exhiben el lenguaje misterioso de ademanes y elegancia con que conviven con los de su especie a escondidas del mundo. Ellas se miran y los miran. Ellas se sonríen también a escondidas entre semejantes.

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