Intento, por décima vez, empezar a escribir alguna cosa, luego de pasar veinte minutos en mi teléfono buscando unos zapatos que no voy a comprar, solo por distraerme, solo por posponer la escritura que a veces, simplemente, no acude a mi encuentro en esta cita que nos ponemos todas las noches.
Tengo el cuerpo cansado, la cabeza cansada, el corazón cansado. Pienso: necesito vacaciones. Pero vacaciones de todo, de la vida y todo lo que cabe ahí.
Quiero dormir cinco días seguidos y despertar el día de mi cumpleaños, radiante, rejuvenecida, sobre todo del alma. Llevo dos meses envejeciendo aceleradamente y sin saber de donde agarrarme para detener este frenesí de penas y angustias por no poder resolver los problemas del mundo; los míos al menos.
Pero al menos por hoy, apago el velador de mi habitación y me dispongo a hundirme en un pocito tranquilo de sueños en el que pueda flotar como antes de nacer. Y entonces, quizá, con algo de gracia pueda mañana comenzar alguna cosa, estrenar algo, hacer brotar alguna semilla. Poder pronunciar mi nombre y sentir alegría.
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