lunes, 30 de mayo de 2022

Soledad habitada (199/365)

Una montaña de soledad a la que asciendo, una temporada tras otra, para divisar mejor el panorama, la vida o alguna cosa así. Camino conmigo, camino acompañada de mi perra, camino con un montón de personas adentro de mí. No es una soledad tan solitaria. Es una soledad habitada.

Es mi tiempo de silencio, de escuchar el parloteo de mi cursi corazón. Cierro las puertas y las ventanas, pero me dejo engañar, cada dos días o tres, por algún intruso que se aprovecha de mis sentimientos. Yo no sé decir que no. Entrego las llaves de la casa, mi cama y mi cuerpo incluidos, con la promesa de una noche en los brazos de alguien que me ama. Aunque no me ame. Aunque sienta alguna cosa pero no sea nada parecido al amor; no por lo menos al que yo siento. Está bien. Todo el que anda por ahí, sin encontrar reposo, merece pasar la noche en buen lugar. Mis brazos son un buen lugar; mi vientre es un buen lugar, la línea que dibuja mi boca cuando me río, también es un buen lugar. 

En la cima de silencio en la que me pierdo, hace frío algunas tardes y en otras me calcina la luz del sol. Así me la paso, huyendo de uno y de otro, huyendo de lo que quiero, de las preguntas, de las canciones. Mi montañita de tristeza a la que me gusta regresar. ¿Qué tal que un día no encuentre el camino de regreso? 

Allá es donde estoy cuando la gente no me encuentra. Siempre mis lamentos me delatan. Allá es en donde hago guarida, en donde puedo ser un animal recién nacido, un cachorro lleno de mugre entre las uñas. Allá, cubierta de pelo, me dejo revolcar por las criaturas de la tierra, me los como, ellos mordisquean mis patas traseras. Eso no se me nota cuando regreso, o eso espero. Pero yo lo recuerdo y por eso es que vuelvo y me trepo, vuelvo y me escondo allá, entre las grutas que hacen las piedras. Soledad habitada, le digo. 

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