Me rindo tendida al sol sobre el prado de un centro comercial mientras los niños juegan y gritan; mientras la gente hace lo que hace la gente un sábado en el centro comercial. Por un instante parece que algo dentro de mí quiere ponerse a hablar. La miro fijo a los ojos y le digo: hoy no; por hoy, me rindo.
Así regreso a casa completamente vencida por esas partes de la vida a las que suelo resistirme. Hoy regreso doblegada por las horas que dejo resbalar y que se quedan por ahí enredadas entre cualquier arbusto de un parque repleto de gente y de ruido y de cosas plásticas.
Miro fijo a los ojos a la parte de mí que no se da por vencida y la tomo entre mis brazos. Lo lamento, hoy ya no hay nada qué salvar. Hoy me rindo.
Me dirijo de un lugar a otro de la casa como por inercia. Hago lo que debe hacerse con el impulso restante de los días anteriores. No tengo idea como llegué hasta esta silla ni como se acumularon estas palabras una detrás de otra. Hay un efecto de energía acumulada de los llantos y los enojos de la semana; hay algo de calor que mi piel ha sabido guardar de las caricias y los cuerpos con los que me he juntado; hay un remanente de la luz que las nubes han dejado colar en estos días fríos y lluviosos.
Hago lo que tiene que hacerse y me miro hacerlo. Ni siquiera me pregunto la razón de ser de las cosas. Hoy, nada más, me rindo.
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