lunes, 25 de octubre de 2021

Día 25/30: inventa

Cuando sale de su trabajo, en una de las librerías más bonitas del mundo, Lautaro, que atiende en la primera planta, camina todos los días una cuatro calles hacia el sur para tomar el autobús. Algunos días, especialmente en las estaciones de aire frío, prefiere hacer una parada en un café cercano. Su preferido es el que, en una esquina, tiene ventanales enormes con adhesivos en dorado y verde.  Le gusta sentarse en el rincón, cerca de las plantas y de la barra; ahí es menos probable que lo interrumpa el tránsito de los otros clientes y el ruido cuando abren y cierran las puertas. 

En ese rincón las mesitas redondas de madera y las sillas tapizadas en cuadritos dorados hacen un espacio acogedor, perfecto para un momento a solas y de silencio. Medio a solas, porque en ese ratico en que disfruta algo caliente y algo recién horneado, Lautaro se aplica, diligentemente, a revisar los mensajes de su teléfono y a ir infinitamente hacia abajo en su Instagram, mirando todo y reaccionando a casi todo: su versión actual de vida social. Mejor así, con cierta distancia pero pareciendo interesado; así mantiene tibios sus lazos, tibia su relación con el mundo, tibio su corazón que se muere de frío. 

Ayer, que se sentó en su mesa de siempre, como algo inusual, perdió rápidamente el interés en los mensajes y los me gusta y se dedicó a mirar a través de los cristales como esperando ver pasar a alguien, con interés particular en los carros azules que avanzaban, lento, por la avenida. Sus ojos, moviéndose con rapidez, agitaron algo más, algo de adentro que ya no estaba tan tibio como otros días. Algo estaba caliente, muy caliente. Sus manos heladas, pero sus ojos ardían. Sus ojos ardientes derritieron todo y todo se derramó en el rincón sobre aquella mesa. Sus lentes, su chaqueta de lana, sus medias de puntitos, el vello de su pecho, las monedas que tenía en el bolsillo y la tarjeta del subterráneo, todo se quedó mezclado en un líquido viscoso, escurriendo del rincón hacia la barra. 

Salió tranquilamente del café, como cualquier otro día, con las manos en los bolsillos, con una sonrisa insulsa pero apacible. Lo único diferente, quizá fue un ligero calor que dejó en el picaporte de la puerta que tocó al salir y que el siguiente cliente advirtió ligeramente al cruzarse con él. 

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