lunes, 11 de octubre de 2021

Día 12/30: objeto

Me interesan los objetos bellos. Las cositas que tienen alguna historia y sí, también las cositas rosadas, doradas y llenas de flores. 

Cuando he tenido una casa he intentado, con mucho cuidado y mucho amor llenarla de objetos lindos con la suerte de haber recibido, de quienes me conocen y me aman, regalos maravillosos como un cofre metálico antiguo con un relieve clásico que, al parecer, es de la década de los 20, que mi hermana me compró en San Telmo. De ese mismo mercado tengo un cofrecito de madera redondo que ha viajado conmigo siempre y un juego de plato y tacita donde amo tomar el té.

En mi primera casa tenía algunas piezas antiguas de madera. Una silla y una mesita ratona de la abuela de mi esposo, la máquina Singer de pedal de su mamá; cosas que perdí en nuestro divorcio y que me habría encantado conservar. Hay muchos objetos hermosos que perdí en ese tiempo, objetos que me habría encantado conservar. Pero, a veces, los objetos hermosos se convierten en pequeñas armas de defensa cuando nos estamos divorciando.

En mi segunda casa no tenía muchas cosas, así que hice muchas cosas con mis manos: cojines, cubrecamas, cosas para la cocina y hasta un mural para suavizar el espantoso estuco veneciano naranja de la sala. Pero allí gané otro objeto hermoso. Una sillita antigua que mi padre mandó reparar y tapizar para mi en una moderna tela ocre con cuadritos cafés. No era un sofacito muy cómodo pero sentarme allí me hacía sentir millonaria, me hacía sentir amada.

En mi tercera casa, menos fría y menos oscura que la segunda, tuve que ceder, de nuevo, espacio para los objetos de alguien más. Y no me gustó. Ahora que intento recordar sólo puedo pensar en que había una mesa muy grande y objetos prácticos y feos. Seguro que no era así, siempre he tenido casas llenas de cosas lindas. Seguro que práctico y feo fue el modo en que dejé de ceder espacio para los objetos de alguien más.

En mi cuarta casa, cuando la reconquisté solo para mí, pude, finalmente, sentir que yo hacía parte de ese lugar. Cuando, en las tardes, el sol entraba por las claraboyas y tocaba las lámparas japonesas de colores y los banderines de tul que adornaban la sala, yo sentía que ahí, finalmente, habitaba mi corazón; que no había nada malo en mí por desear rodearme de belleza, que valía la pena dedicar un fin de semana o dos para buscar objetos brillantes y delicados y totalmente inutiles para construirme una casa completamente mía. De esa casa y los objetos que la habitaron me quedo con esto: sobre el tapete gris oscuro de la sala, un cajón de madera casi en pedazos de tan antiguo; sobre el, una carpetita color crudo tejida en crochet por mi mamá; sobre ella, una planta acuática en una maceta transparente; a su lado, una tetera negra de barro con asa de bambú; junto a ella, una taza azul celeste, una taza blanca con un motivo de rosas antiguas y una cuchara untada de azúcar; un poco más al borde, un libro de poesía de Andrea Valbuena de color lavanda; al lado de todo eso, yo, escribiendo tres versos y sintiendo de nuevo que mi corazón roto era el objeto más bello de todos los objetos bellos del mundo. 

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