jueves, 14 de octubre de 2021

Día 15/30: perros

Estoy acostada boca abajo en mi cama en un domingo de esos lloviznosos de abril en los que el sol se asoma por raticos y crea una humedad que flota por la casa. Es cerca del medio día, esa hora en que las cosas de hacer ya están hechas y es tiempo de hacer una pausa. Aún uso el cabello largo y liso y Lila no tiene más de cuatro meses; de eso han pasado un poco más de seis años. La casa está limpia y huele a vainilla, como siempre que está limpia, y el cubrecama blanco brilla en mi habitación. Aún tengo un círculo rosado lleno de flores pintado en la pared y creo que hace que todo se vea más lindo. 

Me gusta el sonido que hace Lila cuando se despereza y rasguña la textura de cuadritos de la cama. Me enojo pero la dejo hacer. Su olor de cachorro se confunde con la vainilla y es, absolutamente, mi olor preferido de esa época de mi vida. Hay entre nosotras una alegría transparente sabiendo que en ese domingo, como en la mayoría, somos solo nosotras dos, que esta casa no la compartimos con nadie y que dividir una ensalada de frutas para el almuerzo está perfectamente bien, para mí, como humana, para ella, como cachorro y para nosotras, como familia. 

Hoy es uno de esos días de dejarme con ropa de casa, una sudadera gris y una camiseta fucsia, porque el plan es estar entre la lectura en el sofá y las pelis en la cama. Pero a las 11:00, con tanta luz y ese calorcito entre nosotras, es hora de una siesta. Para Lila, recientemente, no hay un mejor lugar para dormir que sobre mi cuerpo que la acoge. Así que, entre sus gruñidos y juegos, termina sobre mi espalda y se acomoda. Yo no me acomodo de ninguna forma, pero me quedo lo más quieta que puedo para que ella lo esté. Y así nos quedamos, ella, con su respiración dormida de cachorro y yo, intentando hacer una foto linda de nosotras así, una foto de algo que parece felicidad, de un mundo inventado que nos gusta compartir. 

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