lunes, 18 de abril de 2022

No hay nada más qué hacer (157/365)

En la esquina de casa junto al poste estaba la caja de cartón tapada con una cobija vieja. Apenas se distinguían las rayas azules entre tanto mugre. Bajo la cobija se le oía llorar; un cachorrito. Cecilia que era la más grande de todas tomó la iniciativa y levantó la caja mugrosa del suelo. Yo nunca fui muy buena con los animales, así que me quedé un poco rezagada, apenas observando de lejos. 

Llevamos caja, cobija y cachorro para el patio de atrás de su casa. Un solar de esos que ya no se ven. Lo sacamos de la caja con cuidado y era una cosa pequeñita marrón menos en la panza que era rosadita, sus ojos oscuros y muy brillantes, era una cosa redonda, su pancita inflamada, sus orejitas suaves cayendo sobre su cabeza. Todas nos quedamos en silencio mientras Cecilia sostenía la criatura que lloraba apenas con un quejido. ¿Le damos leche? preguntó alguien ¡Mejor llamemos a mi mamá! respondió Sebastián. 

Le dimos leche que trajo la mamá de Sebastián, que también trajo al tío, que es veterinario. 

Sentadas en el andencito del pasillo, esperamos. El tío de Sebastián compró los remedios y seguimos esperando.

Mi mamá nos mandó llamar y tuvimos que volver a la casa. Menos mal que al otro día era domingo y entonces podíamos ir temprano a ver qué había pasado con Toby, así le pusimos al perrito.

Apenas llegamos vimos a los demás parados al lado de la puerta del cuarto de chécheres, donde estaba la cama-hospital de Toby. Estaban todos tristes. El tío de Sebastián dijo que no se salva.

Nos quedamos solo mirando, solo escuchándole respirar con dificultad entre quejidos. Nos quedamos dos horas mirando al perro morirse. Se fue muriendo poco a poco hasta que se murió. Casi ni hablamos; a ratos salíamos a sentarnos en el andencito y a comernos alguna feijoa madura de las que colgaban de las ramas bajas. 

Yo salí dos veces, pero estuve casi todo el tiempo ahí. Pensaba en mi casa y en las cosas de mi casa, en mis abuelos que ya se murieron, pensaba en la mamá perro de Toby que estaba quién sabe donde mientras su hijo se moría, pensaba en el almuerzo y en el ponqué ramo que mi mamá había comprado para después del almuerzo. En todo eso pensaba mientras esperaba a que Toby se muriera, aunque yo no sabía muy bien lo que eso significaba.

Se fue quedando como dormido y de repente, su panza redonda se dejó de inflar. Miré a Cecilia y le dije sin decirle: este cachorro se murió. Ella me miró y me dijo sin decirme: ya está muerto. 

Era la cosa más bonita, todo tranquilo, abrigadito con la cobija gris que era la de las muñecas de Cecilia. Era la cosa más bonita con su pelito café brillante y su colita larga medio enroscadita. 

El tío de Sebastián volvió y dijo que ahora Toby estaba en cielo de los perritos. Lo miré con enojo. Claro que no. Toby estaba ahí, muerto encima de la cobija gris de las muñecas de Cecilia y estaba todo lo en paz que está un perrito cuando se muere, no necesita ir a ningún otro lugar. Mi mamá después me dijo que yo tenía razón, que cuando nos morimos estamos ahí, muertos; igual que cuando estamos vivos estamos ahí, vivos, que ese era el chiste de la vida, que eso era lo importante y por eso era tan bonito haber acompañado a Toby mientras se moría. Estar vivo cuando uno está vivo y estar muerto cuando uno está muerto, si uno hace eso bien, si uno lo hace con el corazón, entonces no hay nada más que hacer. Eso me dijo mi mamá y me dejó comer el ponqué ramo antes del almuerzo.

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