lunes, 25 de julio de 2022

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El teléfono sonó y mi corazón se aceleró. Últimamente me ponía nerviosa cada vez que escuchaba el tono que había programado para sus llamadas. Era una música ruidosa que hacía muy difícil perder una llamada y al mismo tiempo vibraba con el ritmo del latido de un corazón. Yo sabía que su teléfono vibraba igual cuando yo lo llamaba.

Estaba parada en la cocina de mi apartamento y tomé el teléfono del mesón de acero inoxidable que dividía el espacio. Era sábado y él había terminado sus clases hacía poco: yo estaba en casa terminando de limpiar el reguero del almuerzo.

Por esa época no hacíamos más que discutir y estaba harta, pero había algo que me impedía acabar con todo eso. Respondí y, obvio, discutimos. Discutimos por mucho rato y mientras intentaba razonar con sus celos desesperados caminaba de un lado a otro, del ventanal que daba a los tejados vecinos hasta la pared en donde se apoyaba la nevera. Entraba mucha luz y era un mediodía caluroso. 

Ya no recuerdo la razón de la discusión, aunque es fácil imaginarla, pero cuando la impotencia me sobrepasó empecé a llorar. Era como si mi llanto alentara la acidez de sus palabras y arreciera la furia de sus reclamos. Lloré y lloré intentando explicarle alguna cosa, esforzándome porque creyera en mi versión de cualquier suceso pero era inútil. Entonces, al final entendí que no había manera de oponerme a esa fuerza, que estaba completamente perdida en esa trampa pegajosa, me dejé caer. Metafórica y literalmente.

Me dejé caer en el piso blanco, limpio y brillante de mi cocina. Mi mejilla se apoyó en el frío macizo de las tabletas de cerámica mientras mi espalda permanecía pegada al mueble de madera donde guardaba la comida del perro. A una parte de mí le parecía imposible verme allí tendida, verme descubrir una vergüenza y una incapacidad absoluta para ser dueña de algo propio. Colgamos y me quedé quieta dejando que mi cuerpo registrara la horizontalidad de ese momento en el que no me reconocía. Esa sensación de estar tendida desecha y desechada, esas ganas de morirme, ese terror de no saber cómo escapar, esa tortura de saber que nada cambiaría; esa náusea al escucharle pronunciar las palabras del amor.     

A veces me parece que no logré levantarme de allí, de ese momento en el que, horrorizada, encontré a una versión de mí a la que no pude ayudar. Salí de todo aquello, pero el frío del piso en mi mejilla consume por momentos toda la alegría de mi mundo y comprendo que tarda mucho más de lo imaginado encontrar la fuerza que te levante de algo así, que te dé la certeza de que sigues siendo tú, aún tendida en el piso de la cocina, aun en el secreto de lo que se ha ido para siempre. 

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