viernes, 9 de septiembre de 2022

Otro día (300/365)

 "La vida es una herida", leo en un libro de poemas.

Pienso en la noche de anoche y me emociono. La vida es una herida que sangra y que arde; una fuente de la que brota, permanentemente, sangre caliente, encendida y espesa. La vida es una herida viva e incurable. Anoche, arropada en el cuerpo de un hombre hermoso la vi resplandecer en el silencio de la habitación. Nosotros dos, lidiando con nuestras penas y nuestros abismos, recostados uno al lado del otro haciendo lo mejor que podemos. Yo me deshago en cariños para aliviar su pierna cansada. Él se repliega en sus frases repetidas y en su visión optimista del desastre. Por ninguna parte nos encontramos, pero insistimos y por ahí, al final de la madrugada nos tropezamos. Un remedo del amor que nos habita y que nos sobrepasa; ahí no nos asomamos. Mirarlo de frente acabaría con nosotros. 

En fin, que anoche mientras me limpiaba un par de lágrimas, me conmovió el valor de esta libertad que nos hemos dado y que asumimos sin ser capaces de soltarnos del todo. Somos nuestros seguros mutuos. El lugar al que, sabemos, podemos regresar. O eso queremos creer. Anoche -escena patética- lloriqueando me acordé de que la vida es una herida y nos consolamos sosteniendo la mano de otros, que igual que nosotros, soportan con paciencia su propia herida. Nos agarramos unos a otros con la ilusión de que nos duela menos, pero es imposible. Sólo el dolor nos despierta. Solo en el escozor se experimenta realmente la vida. Sí, algunos prefieren la anestesia de lo eterno, de lo seguro, pero no hay anestesia para la muerte y menos para esa muerte en vida que es la vida convencional. 

No debería juzgar, pero lo hago. No debería enojarme, pero lo hago porque mis manos están manchadas de sangre de tantos cuerpos, de tantas vidas... y no logro hacer que se quite. Ninguna cantidad de luz y de tiempo me devuelve la blancura de unas manos que quieren tocar el mundo sin mancharlo, que quieren dibujar un capullo sin hacer de él algo grotesco. Tengo la frente manchada con la sangre de la herida. Me escurre esa sangre por entre las piernas. La tengo incrustada debajo de las uñas. Por eso a ninguna familia pertenezco. 

Me aferro, con todas mis fuerzas, a cualquier cosa que parezca un remedio. Me afano, ilusionada con algo que me alivie, para terminar regresando a noches como las de anoche en donde no me queda otra opción que contener la hemorragia con mis propias manos, respirar hondo o gemir mientras resisto el embate de otro día, de otro amor, de otro intento de dejarme abrazar por la crudeza de la vida que me hiere. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario