lunes, 1 de noviembre de 2021

Camas

Le dije que tenía problemas de insomnio, que llevaba semanas sin dormir la noche completa y que eso me tenía al borde de un precipicio emocional. Llegué a su casa un jueves en la tarde y después de refrescarme y caminar un poco por la ciudad, parando en el parquecito a tomarnos una cerveza, nos fuimos a dormir. Pusimos el ventilador cuyo zumbido fue como un arrullo y en sus sábanas recién cambiadas, como si hubiese caído inconsciente, dormí hasta las 8:25 del otro día. Nada más despertar toda la nostalgia de mi infancia y la certeza del amor incondicional me regresaron a la vida. No podía sentirme más feliz. Ella me miraba con los ojos de siempre, como si no hubieran pasado tres años desde la última vez que despertamos juntas, muy lejos de esa cama y nos dijimos: "te amo, gracias por estar aquí".

Las camas en que me he sentido más amada no han sido las que he compartido con amantes, maridos o novios que juraban amarme, sino en las que mi llanto fue consolado por mis amigas; mi corazón roto, curado por mi mamá; o, mi depresión, acompañada por mi hermana. En esas camas he experimentado los "amores de mi vida", los "juntas hasta que la muerte nos separe", la certeza de saber que hay otros caminos para el amor, otros destinos para este viaje del corazón. Las camas en que me he sentido más viva, no han sido donde tuve sexo increíble, sino donde acompañé el nacimiento de mis sobrinas y la muerte de mi papá y de mi abuela. Esas camas, comparten el mismo olor de dolores y fluidos, de hambre y agotamiento; en todas ellas ha habido lágrimas y abrazos y gratitud y anhelo. En todas ellas, la consciencia del tiempo me ha atravesado y me ha permitido apreciar la sagrada postura horizontal en que alguien sufre muriendo y permitiendo nacer. Cada noche, cuando me voy a dormir y acomodo los cojines y las mantas que me abrigan, pienso en la pequeña muerte de cada día; en la esperanza de que al amanecer nazcan cosas nuevas a través de esa transición que mi cuerpo y mi mente han de experimentar, en la misma sagrada posición horizontal.

Y bueno, las camas compartidas para el sexo las recuento con cierta emoción, pero no las recuerdo particularmente por el sexo, sino por la charla después del sexo. Ese tiempito donde la cama se vuelve realmente importante, porque ya, lejos del frenesí del deseo, que cabe prácticamente en cualquier lugar, vuelvo a ser consciente de los cuerpos: del mío y del que está a mi lado y de la sustancia transparente que los hace inseparables aunque sea por un ratico de una noche. Ahí sí, iluminada por la claridad de la razón, puedo ver dos humanidades intentando recobrarse del fracaso que representa darse a alguien sin pensar, bajar las defensas y entregarse voluntariamente a ser explorado y conquistado por la pura vulnerabilidad de otro cuerpo. Ahí sí, dos pedazos de vida en la superficie rectangular de una cama de la que a veces no se quiere salir jamás, a la que a veces sería mejor no haber entrado nunca. Le dije que tenía problemas de insomnio y que, quizás, si me consentía un ratico, eso me ayudaría a relajarme y dormir mejor. No supo qué significaba consentirme, así que solo atinó a reproducir los movimientos de su mano en el piano interpretando a Bach, ahora en mis veinticuatro vértebras y mis doce pares de costillas. Obvio, después hicimos el amor. No. No pude dormir después de eso, pero en la mañana, lo miré con los ojos de siempre, como si no hubieran pasado tres años desde la primera vez que despertamos juntos en esa misma cama y supimos que un día nos diríamos: "te amo, gracias por estar aquí".

No hay comentarios:

Publicar un comentario