viernes, 5 de noviembre de 2021

Un país extraño

Si hoy me fuera concedido un deseo, no pediría otra cosa que escapar a la Isla de Madeira en Portugal. Al parecer es la isla más bonita de Europa y en un lugar así es que quisiera esconderme hoy. Pero no quiero irme a los barrios lujosos donde tanta gente rica pasa el verano europeo, sino esconderme, esconderme de verdad, en una de esas cabañitas encantadoras cerca de la playa, una de esas que tienen una vista preciosa cuando el sol se pone y donde podría pasarme el día entero leyendo, recostada en las hamacas o las tumbonas que tendría cobijadas por árboles enormes y antiguos. Ahí me desconectaría del mundo y no respondería el teléfono. No le respondería ni siquiera a mi mamá. Bueno, no, a mí mamá sí le respondería y a mi hermana y a Raquel. Pero a nadie más. 

Esconderme allá sería irme temprano al mercado, donde evitaría a toda costa la sección de peces, que, seguro es la más grande y me pasearía por todos los puesticos donde venden verduras orgánicas. Aprovecharía para tomar cada día mucho vino local, que, dicen las guías turísticas, es extraordinario.

Intentaría conocer personas singulares que, quizás, estén igual que yo, escondiéndose del mundo, escondiéndose de su propia vida y fracasando, rotundamente, igual que yo, en el intento de esconderse de ellos mismos.

Porque todo este plan, lleno de clichés, es una estrategia más para distraerme y creer que en la isla más linda de Europa puedo, por un momento, dejar de ser este yo que tanto me pesa. Ni siquiera en los paraísos portugueses voy a conseguir desprenderme de las sombras que, un día como hoy, no me dejan ni respirar. 

Pero Isla de Madeira suena a promesa y entonces, a lo mejor, en otra versión de la huida, podría tener algo de éxito.

Si hoy me fuera concedido un deseo, no pediría otra cosa que escapar a la Isla de Madeira en Portugal. Al parecer es la isla más bonita de Europa y en un lugar así es que quisiera descubrirme hoy. Gastaría todos mis ahorros conociendo los restaurantes más lindos, no los más caros, pero si esos que tengan personalidad. Comería pizzas y sándwiches gourmet todos los días, probaría las salsas de la casa, las entradas con verduras locales, los cocteles con las frutas de temporada y me iría un poco ebria a casa en la noche, después de pasar el día charlando con desconocidos. Usaría los vestidos más lindos y me haría muchísimas fotos en playas espectaculares. Haría mi mejor esfuerzo por inmortalizar cada cielo y cada arbusto florecido en las estrechas calles repletas de turistas atractivos y de pieles bronceadas.  Ahí sí contestaría todas las llamadas y los mensajes y compartiría con todo el mundo la frívola alegría de esta escapada. Esta versión, repleta de clichés, suena mucho más parecido a esconderme del mundo y de mí misma. 

Todas mis versiones de huir no son más que mediocres escenas repetidas de alguna película romanticona o de alguna canción de pop. Todas mis versiones de huir resultan siendo una lista de clichés que no tienen nada que ver con, realmente, esconderse y tratar de escapar de algo que tenga que ver con una vida verdadera. 

Pero, al menos por hoy, preferiría aventurarme al aburrimiento de los clichés en una isla que a lo mejor ni me guste, en lugar de saber que ningún deseo me va a ser concedido y que la única posibilidad real que tengo es sentarme en silencio a contemplar la exasperación de esta vida rutinaria y la frustración de no ser capaz de ver, en mis narices, la cantidad de maravillas que me rodean. No hay playas, ni vinos, ni sándwiches gourmet, pero hay una herida que sangra, que me recuerda que sigo aquí y que no hay necesidad de esconderme de nada. 

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