viernes, 19 de noviembre de 2021

Perspectiva (7/365)

Mi día de trabajo estuvo agotador. Tuvimos a un evento con estudiantes para que conocieran los programas que tenemos en la universidad y el lugar donde pasamos la tarde era una plazoleta al aire libre en la Catedral de Sal de Zipaquirá. Desde allá, teníamos una vista preciosa de montañas y verde por todos lados, mucho sol y mucho, muchísimo viento. No tuve casi tiempo para estar sumida en los pensamientos de los últimos días y había un montón de personas diciéndome: ¡bienvenida! Me lo dijeron de todas las formas posibles y recuperé algo en mi corazón. 

Después de organizar todo y dejar la logística a punto, el evento comenzó y ahí sí tuve tiempo para asomarme por las barandas y quedarme viendo, a lo lejos, las montañas en azul y gris que rodean el pueblo y me sentí feliz. Pensé: la gente a la que le gustan las montañas es gente llena de coraje y de fuerza. Yo y otro montón de gente, que somos gente de la tierra, que nos sentamos en silencio (tan en silencio como podemos) e intentamos regresar allá, donde es silencio del de verdad. 

Y estando allá entre la gente y las montañas, todo se vio diferente. Sobre todo yo, cuando me miré en el espejo. Sobre todo mi pequeña vida, mi corazón y mis anhelos. A veces solo hay que encaramarse una tardecita en la montaña y dejarse estar entre la gente para que todo se transforme. Sobre todo yo, mi corazón y mis anhelos. 

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