jueves, 4 de noviembre de 2021

Elementos de la naturaleza

No se si sea casualidad que Escorpión sea un signo de agua y Géminis, un signo de aire; pero mi mamá, por ejemplo, que es Escorpión, es indudablemente un ser de agua. Verla flotar panza arriba en el mar es presenciar su absoluta reconciliación con la vida. Y si estamos juntas en la playa, mi felicidad de geminiana es, mientras ella flota, quedarme sentada en la arena sintiendo el aire tibio en mi cuerpo, perdida, viendo el movimiento de las olas y las nubes en el cielo. 

Juntas, hemos conocido las playas más lindas; juntas, caminamos al rayo del sol mojándonos apenas los pies, para después, cuando ya hace mucho calor, quedarme yo en la orilla custodiando nuestras cosas mientras ella, como una niña, corre tanto como sus sesenta y siete años se lo permiten a saltar las olas, a jugar con la espuma y a revolcarse en la arena. En esos momentos es como si intercambiaramos nuestros papeles, porque soy yo la que cada cierto tiempo tiene que recordarle que es hora de tomar un poco de agua para mantenerse hidratada y que hay que ponerse, de nuevo, protector solar. 

Ella me mira como, seguramente, yo la miraba cuando era niña, y trata de dilatar la hora de salir del agua. Bueno, eso hasta que le recuerdo que almorzará pescado (yo no, yo buscaré alguna ensalada y papas fritas, quizás) y ahí sí me abraza empapada, solo por jugar conmigo, que grito desde mi piel hirviendo al sentir la humedad helada de su cuerpo escurriendo alegría. 

Pero por eso también, porque ella es escorpiana y no geminiana, hay playas a las que no podemos ir juntas. Playas donde lo más imponente no es el verde grisáceo del agua que parece infinito, sino, para mi deleite, vientos impetuosos que transforman las olas en puros rugidos que apenas si dejan escucharse una misma.  

Palomino es la playa que elegí para pasar el año nuevo no hace mucho; para pasar conmigo misma una semana de puro egoísmo. Pero no contaba con que, hasta allá, llegaría mi amante preferido para pasar juntos una noche y un día. Fue un buen balance, porque ese tiempo que pasé con él, fue también un tiempo de puro egoísmo: de cumplirme caprichos y de verme a mí misma haciendo algo inesperado, algo que, usualmente no habría hecho.  Romance aparte,  pasé los seis días siguientes a nuestra despedida, tendida en la arena a la sombra de las palmeras, disfrutando del sol y del viento sin poner un pie en el agua. Apenas si comí esos días. Me alimenté de marañones y mandarinas, de patacones y limonadas. Mi única obsesión era leer en soledad con el sonido del agua y del viento. 

Al atardecer, había un cielo rosado y yo caminaba, de un lado a otro, la extensa playa casi vacía siendo consciente de cómo se movía la ropa sobre mi piel, cómo los mechones de pelo me recordaban que la juventud es algo que se extingue pronto y que más me valía ser joven ese día y celebrar mi belleza y mi libertad. Cosas así son las que me dicen las voces que me cantan cuando estoy en un lugar donde puedo expandirme en la velocidad y fuerza del viento. 

Cuando me hablan de moverme, yo inspiro y anhelo.

Cuando me hablan de permanecer, yo sólo expiro y libero mi naturaleza de aire, que me transforma en la madre de mi madre, en la amante feliz de mi amante, en la belleza libre de mi juventud. 

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