Nunca fui una niña mala. En realidad, mi problema es que era una niña demasiado buena. Aún me atormenta ser, allá, bien adentro, todavía esa niña. Y por eso pasé mi juventud tratando de revelarme contra ella y contra la mirada de mis padres que se sentían orgullosos de que fuera tan buena. Entonces me propuse hacer todas las cosas malas, las que, a la niña tan buena que fui, nunca se le habrían ocurrido hacer.
Y empecé, de a poquito, moviendo los límites de lo que me permitía hacer, en secreto, como haciendo una travesura. Pero en lugar de romper los floreros en la casa o robarme las galletas de la alacena, me emborraché y me escapé y rompí promesas sagradas. Rompí hogares, los míos incluidos y acabé tirada en cualquier esquina lamiendo mis propias heridas.
Todavía hay impulsos de mí que quieren demostrarme que no sigo siendo esa niña demasiado buena, que nunca lo fui y que ya está bueno de creerme esa fantasía. Ahora puedo ver que por más que me esfuerce no voy a resolver esa pelea entre la niña buena y la niña mala. Entre la demasiado buena y la que se revela contra la demasiado buena. Ahora puedo ver que siempre fui una niña asustada y que, si me revelo, es solo una forma de darme coraje a mí misma. Que mis travesuras de mujer mala, no son más que fracasos en el intento de consolarme y de creer que hay alguna cosa que pueda cambiar todo el miedo que tuve cuando era una niña demasiado buena.
No hay mucha maldad en el mundo, solo hay mucha confusión. Y todas las cosas realmente malas con las que he manchado mis manos no han sido sino la oscuridad de mi torpe corazón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario