miércoles, 3 de noviembre de 2021

No lugar

Llevaba casi 30 días viajando sola por cuatro estados del país y la aventura estaba por terminar. Me estaba quedando en un apartamentico en Coyoacán donde hacía mucho frío en las noches. Dos días antes de regresar, entre las peleas y escenas de celos de alguien que estaba lejos y el intercambio de mensajes con alguien que siempre me gustó, decidí que valía la pena hacer un viajecito de dos horas para vengarme finalmente; para hacer que valieran la pena las horas que desperdicié llorando el las plazas más bonitas de México, tratando de convencer a alguien de que sí, que estaba sola y de que no, no había salido con nadie durante esos días. Nada hace valer la pena esos momentos, muchos menos algo que se piense como una venganza. Pero al final de cuentas, todo eso no fue más que un pretexto para hacer algo que quería: encontrarme en una ciudad maravillosa con un amante maravilloso para aprovechar el día. Pensé que, a lo mejor, era ese día o nunca, era ir hasta allá o quizás, arrepentirme para siempre. 

Ahora lo sé. Me habría arrepentido toda la vida.

Me levanté muy temprano y me fui con mi maleta y una bolsa cargada de recuerdos que había ido comprado en cada pueblo y ciudad que visité. Ahí estaba yo, en una mañana helada de enero, tomándome un café en una de las terminales de autobuses de la Ciudad de México, radiante de rebeldía y ansiedad. Era muy temprano cuando llegué y la mañana se levantaba apenas en tonos grises de neblina. Me senté a esperar. Frente a mí, una pareja anciana con cajas de cartón y tres maletas. Y yo pensaba en qué se sentirá envejecer con alguien... Repasé mis dos matrimonios y comprendí que no, que no quería saber lo que se sentía, que lo único que quería esa mañana era tener un secreto, algo que funcionara como un arma de defensa contra las armas que, yo sabía, me estaban rompiendo el corazón. 

No tengo idea de lo que pasó en las dos horas de viaje que hice. Mi ansiedad me mantuvo suspendida en un estado de ensoñación sobre, lo que yo anticipaba, sería la puerta de entrada a mi libertad. Nunca viajé tanto en autobús como ese mes y aprendí a que me gustara ese tiempo de estar encerrada con desconocidos, sin hablar con nadie, viendo los lugares pasar, teniendo tiempo para no hacer nada y solo vivir en mi cabeza. Así fue ese día, no solo en el autobús. Apenas llegué, supe que tenía hasta las 4:00 pm para, básicamente, esperar.

Así que después de quedarme unas dos horas en la cama del hotel, tendida mirando el techo, salí a caminar. Me pareció encantador empezar y terminar ese viaje en la plaza central, comiendo churros con café en el balconcito del lugar más tradicional de la ciudad. El tiempo no pasaba. Busqué en Google Maps todas las librerías cercanas al centro y fui de una a otra buscando qué leer. Me decidí por La Mujer Rota, de Simone de Beauvoir. Muy apropiado para la ocasión. 

Apenas el medio día. Fui a recorrer, una vez más, las calles del centro histórico y luego entendí que no tenía caso. Esperar es esperar. Así que decidí hacerlo de la forma clásica. Busqué un banquito a la sombra de los árboles que rodean la plaza y sí, solo esperé. Obvio, mirando el reloj a cada rato, asegurándome de que mi cabello aún se veía lindo, cruzando y descruzando las piernas, poniéndome más brillo labial por si no era suficiente, ensayando lo que diría cuando, al fin, lo viera llegar. 

Un par de minutos después de las cuatro lo vi en la esquina de la plaza caminando nervioso hacia mí. Me sentí afortunada por ser yo la que esperaba y no la que tenía que aproximarse sorteando la congestión de turistas y la emoción de hacer algo prohibido.  Esperar es esperar y ese día fue lo que esperaba. Ese viaje fue una pequeña venganza y sin saberlo, también, mi redención.

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